
La caída del Muro descubrió a los ojos de los vencedores un paisaje descampado de vastos espacios vacíos, desolación y silencio. Sólo las trazas de las antiguas calles y las plazas eran aún visibles en el suelo, la única memoria del esplendor de una ciudad reducida primero a una enorme montaña de escombros, y después a un inmenso campo de maniobras.
Diez años más tarde Berlín era un delirio, una orgía de nuevas arquitecturas que competían en esplendor y espectacularidad. El horizonte, un bosque de altísimas grúas y las calles, un laberinto de tuberías suspendidas dibujando en el aire líneas y ángulos inverosímiles. Los grandes edificios levantados a imagen del sueño socialista languidecían avergonzados ante tanto brillo, desiertos y medio en ruinas.
Mi habitación es una más de las 1.006 en el antiguo Interhotel Stadt Berlin, una torre de cristal de 37 plantas, construida en 1970 para alojar a las delegaciones que acudían a presenciar los desfiles, los festivales, las manifestaciones populares. Ahora se llama Park Inn Hotel y en su última planta se ha instalado el casino más alto de Europa. Pero enfrente aún se yergue, en la esquina de Alexanderplatz con la Avenida Carlos Marx, no tan alta pero orgullosa, la Haus des Lehrers (la Casa de los Maestros) Ceñida con una orla de mosaicos de colores vivos que representan con una ingenuidad conmovedora escenas gozosas de la utopía igualitaria.

Ya apenas quedan solares vacíos en Berlín. Casi todos han sido ocupados por los deslumbrantes edificios gubernamentales, las embajadas, los centros comerciales, las centrales de las grandes empresas que construirán la nueva Europa. Una ciudad no puede vivir sin descampados, los necesita para respirar. Son los sitios favoritos de los gatos para sus correrías, de los niños para sus aventuras, de los amantes para sus juegos. ¿Dónde si no va a crecer la maleza, dónde podrá amontonarse la porquería, dónde iremos para imaginar el paisaje de lo que está por venir?