lunes, febrero 26, 2007

Sobre "Tokyo Blues"

La lectura de esta novela plantea, en mi opinión, dos dificultades: en primer lugar, el texto original está escrito en japonés, lo que hace prácticamente imposible cualquier consideración de aspectos formales como el ritmo o la sintaxis, que se han perdido irremediablemente con la traducción al castellano. En segundo lugar, el tono nostálgico que subyace en las primeras páginas y que, en cierto modo, es la razón de ser de la novela, toda ella un enorme "flash-back" sugerido por la cancioncilla que el protagonista escucha casualmente veinte años después (y que, curiosamente, se nos ha hurtado del título en castellano). La nostalgia de un pasado mejor es un de los sentimientos más vanos y estériles que conozco.

La primera dificultad ha de ser aceptada con resignación. No descarto la posibilidad de llegar a leer con fluidez el japonés, pero por el momento he de posponer esa tarea hasta cumplir otras más urgentes. Respecto de la segunda, poco a poco se desvanece a medida que el autor nos va introduciendo con gran maestría en ese tránsito, siempre tormentoso, del protagonista desde la adolescencia a la madurez. Las dudas, los temores, y lo que me parece aún más singular e interesante en este caso, las perplejidades típicas de esta etapa, están aquí descritas con gran agudeza y sensibilidad. Literatura que cumple, además, una de las funciones que más me interesa, la de ayudarnos a comprendernos mejor a nosotros mismos, nuestras reacciones, nuestros modos de actuar, nuestros errores. Watanabe va asistiendo a sus múltiples meteduras de pata con la irresolución de un espectador que no acaba de entender muy bien cuál debería ser el comportamiento que cabría esperar de alguien en su situación. Nada más propio de la adolescencia y así debe uno reconocerla. El problema surge cuando se prolonga más allá de los cuarenta.

Resulta muy sugerente el contraste entre el caos urbano, y ese otro mundo rural, bucólico que representa la misteriosa residencia de reposo, aunque a los adictos nos hubiera gustado una descripción más esmerada de la ciudad fascinante, más allá de los bares, las estaciones de metro, los "love hotels" y las borracheras de los sábados. Puestos a ello, acaso pueda reprochársele también una excesiva serenidad casi estoica, la frialdad en el relato muy aséptico de las peripecias de los distintos personajes. En este sentido, puede ser muy ilustrativo trazar un paralelismo con otra fantástica “bildungsroman” recordada también en nuestra tertulia, la extraordinaria “Los papeles de Rachel”, en la que Martin Amis compone un relato alocado, frenético y caótico que quizá se compadezca mejor con los desequilibrios y los desconciertos propios de esa edad.

Primero fue la épica de ecos shakespearianos de “Black Rain”, más tarde la extraña ternura ajena de “Lost in translation”, después la ingenuidad pop y un poco naif de “La glamurosa vida de Sachiko Hanai”. Recientemente, Kazuo Ishiguro y sus excursiones a lo más profundo de la condición humana, y sobre Rinko Kikuchi, tras su interpretación en “Babel”, sobran comentarios. Japón está de moda, y me alegro de ello. Personalmente siempre he preferido el tacto suave y sedoso a la tersura un poco áspera y con resonancias pederastas de la tendencia brasileña.

sábado, febrero 03, 2007

A propósito de "No llegaré vivo al viernes"

Advertencia: este comentario incluye detalles sobre el desarrollo y el desenlace de la novela.

El joven escritor asturiano Nacho Guirado (Oviedo, 1973) parece haber encontrado en la novela negra el territorio más propicio para su intensa producción literaria, y en él se desempeña con soltura y solvencia. Tras “No siempre ganan los buenos” (2005), un inquietante relato que nos da noticia de la sordidez y la perversión que puede esconderse detrás de las apariencias, y “Muérete en mis ojos” (2006), una investigación sobre los límites extremos de la psicopatía asesina, Guirado nos presenta su última (y aún inédita) novela, “No llegaré vivo al viernes”, una intriga criminal trepidante de asesinatos, traiciones, asaltos y otras fechorías que ilustra hasta qué punto pueden llegar a ser peligrosas las relaciones entre los de “arriba” y los de “abajo”.

Guirado escoge como escenario para la acción su entorno más cercano, la ciudad de Oviedo, y ese paisaje periurbano desordenado e inconexo, a medio camino entre la ciudad y el campo, que tan bien armoniza con lo fragmentado y poliédrico de sus argumentos. Su mirada aguda y atenta y su técnica descriptiva, a pesar de algunas concesiones al “lirismo” metafórico fácilmente subsanables, le permiten mostrar al lector aspectos desconocidos de los escenarios de la vida cotidiana (sus descripciones del espacio social por excelencia en Asturias, el bar, son paradigmáticas en este sentido). Únase a esto la frescura y la agilidad en los diálogos, y se tendrán las claves de la verosimilitud y la credibilidad que Guirado es capaz de imprimir a sus relatos.

En “No llegaré vivo al viernes”, el tráfico de drogas y sus delitos asociados actúan como catalizadores de las relaciones entre dos grupos sociales, dos mundos estancos y aislados entre sí, hasta que en un momento determinado salta la chispa y se produce el cortocircuito. Por un lado, Camilo y su círculo acomodado, ordenado, satisfecho y estable; del otro, el dominio de la marginalidad y el delito, encarnado por su amigo Tito. El lector intuye que la rutina mensual de la partida de futbolín con que se abre la novela, el único lazo que mantiene unidos a los dos antiguos compañeros de colegio, va a ser trágicamente interrumpida, pero –y aquí la paradoja que hace la trama tan sugestiva- ésta se cierra igual que empezó y como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, los personajes han atravesado una peripecia infernal, muchos se han dejado la vida en ella, y los que sobreviven pueden seguir manteniendo, irónicamente, las apariencias.

Precisamente es en las escenas de contacto entre esos dos mundos opuestos donde la narración resulta más sugerente y seductora: la vibrante partida de futbolín, el esperpéntico tráfico de las armas en el bar del Mulatito, y la secuencia catártica del asalto al chalé, que hubiera resultado redonda si hubieran participado en ella todos los principales protagonistas. El lector se queda con las ganas de saber qué hubiera dado de sí una relación más directa e intensa entre Tito y Camilo, más allá de los “mundialitos” y de esa vaga promesa de eterna amistad, decepcionantemente concretada en la garantía del sustento de Lara. La construcción de los personajes es, por lo demás, consistente, con la única excepción de Chisco, cuyo retrato se resiente de la irrupción en la narración de su hija, una sorpresa innecesaria y un poco trivial que no acaba de encontrar acomodo en la estructura del relato. En lenguaje cinematográfico -¿qué novela actual no es deudora de esa arrolladora forma de mirar?-, podríamos hablar también de “secundarios de lujo”, como Mulatito, un gángster entrañable, o Lorena, una "old flame" llena de posibilidades y que, por haber sobrevivido a la carnicería, poseen empaque suficiente para ser objetivo de las nuevas (y esperadas con interés) aventuras narrativas del autor.