La lectura de esta novela plantea, en mi opinión, dos dificultades: en primer lugar, el texto original está escrito en japonés, lo que hace prácticamente imposible cualquier consideración de aspectos formales como el ritmo o la sintaxis, que se han perdido irremediablemente con la traducción al castellano. En segundo lugar, el tono nostálgico que subyace en las primeras páginas y que, en cierto modo, es la razón de ser de la novela, toda ella un enorme "flash-back" sugerido por la cancioncilla que el protagonista escucha casualmente veinte años después (y que, curiosamente, se nos ha hurtado del título en castellano). La nostalgia de un pasado mejor es un de los sentimientos más vanos y estériles que conozco.
La primera dificultad ha de ser aceptada con resignación. No descarto la posibilidad de llegar a leer con fluidez el japonés, pero por el momento he de posponer esa tarea hasta cumplir otras más urgentes. Respecto de la segunda, poco a poco se desvanece a medida que el autor nos va introduciendo con gran maestría en ese tránsito, siempre tormentoso, del protagonista desde la adolescencia a la madurez. Las dudas, los temores, y lo que me parece aún más singular e interesante en este caso, las perplejidades típicas de esta etapa, están aquí descritas con gran agudeza y sensibilidad. Literatura que cumple, además, una de las funciones que más me interesa, la de ayudarnos a comprendernos mejor a nosotros mismos, nuestras reacciones, nuestros modos de actuar, nuestros errores. Watanabe va asistiendo a sus múltiples meteduras de pata con la irresolución de un espectador que no acaba de entender muy bien cuál debería ser el comportamiento que cabría esperar de alguien en su situación. Nada más propio de la adolescencia y así debe uno reconocerla. El problema surge cuando se prolonga más allá de los cuarenta.
Resulta muy sugerente el contraste entre el caos urbano, y ese otro mundo rural, bucólico que representa la misteriosa residencia de reposo, aunque a los adictos nos hubiera gustado una descripción más esmerada de la ciudad fascinante, más allá de los bares, las estaciones de metro, los "love hotels" y las borracheras de los sábados. Puestos a ello, acaso pueda reprochársele también una excesiva serenidad casi estoica, la frialdad en el relato muy aséptico de las peripecias de los distintos personajes. En este sentido, puede ser muy ilustrativo trazar un paralelismo con otra fantástica “bildungsroman” recordada también en nuestra tertulia, la extraordinaria “Los papeles de Rachel”, en la que Martin Amis compone un relato alocado, frenético y caótico que quizá se compadezca mejor con los desequilibrios y los desconciertos propios de esa edad.
Primero fue la épica de ecos shakespearianos de “Black Rain”, más tarde la extraña ternura ajena de “Lost in translation”, después la ingenuidad pop y un poco naif de “La glamurosa vida de Sachiko Hanai”. Recientemente, Kazuo Ishiguro y sus excursiones a lo más profundo de la condición humana, y sobre Rinko Kikuchi, tras su interpretación en “Babel”, sobran comentarios. Japón está de moda, y me alegro de ello. Personalmente siempre he preferido el tacto suave y sedoso a la tersura un poco áspera y con resonancias pederastas de la tendencia brasileña.
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