jueves, noviembre 30, 2006

Madrid, Gran Vía, 2006/11/30




















A las ocho de la mañana ya hay putas jalonando las esquinas de la calle del Desengaño. O quizá debiera mejor decir "todavía": las costumbres cambian, los horarios comerciales se liberan, las necesidades del consumidor han de ser satisfechas a cualquier hora del día o de la noche. Putas discretas, melancólicas, pensativas, que vuelven la espalda casi desdeñosas al paso del posible cliente. Arriba, en el reloj de la torre de Telefónica, las luces rojas de neón marcan el paso de los tiempos modernos, mucho más modernos que en Wall Street, Potsdamer Platz o el Strand.
















Buscando un sitio para desayunar, entro en "La Austriaca", atraído por la luz cálida y al mismo tiempo aséptica, como de hospital, de los globos que cuelgan del techo del local. Intento hacerme pasar por un cliente local, pido un café con porras, pero es inútil. ¿En vaso, o en taza? En taza, por favor. ¿La leche, fría o caliente? Caliente, gracias. El camarero, un hombre ya mayor, encorvado, despliega cuidadosamente el servicio completo sobre el mostrador. Escuchando las conversaciones de los parroquianos, después de tantos años por fin entiendo por qué esta ciudad me es siempre tan cercana, tan familiar. Aquí, en Madrid, el tiempo casi siempre es bueno, pero a veces "chispea", la gente se cita en tal o cual "glorieta", las cosas pasaban "antiguamente". Las palabras, el acento, los gestos, la forma de ser que mamé desde pequeño porque nunca la perdiste, ni siquiera cuarenta años después de marcharte a una ciudad pequeña, triste y brumosa en el Norte, y que siguen en mi memoria vivas aunque te hayas marchado, ya para siempre.

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