sábado, noviembre 04, 2006

A propósito de "Sábado", de Ian McEwan

Henry Perowne es un neurocirujano altamente cualificado, al borde de los cincuenta. Vive en una casa de setecientos metros cuadrados en Bloomsbury, un barrio elegante de Londres, en compañía de su amada esposa Rosalind, abogada en ejercicio, y su hijo Theo, un joven y prometedor guitarrista de blues. Su otra hija, Daisy, se ha marchado a París a seguir los pasos de su abuelo y mentor, el poeta John Grammaticus. Todo parece marchar razonablemente bien para Henry.

Sin embargo, desde el mismo inicio de la novela, cuando el protagonista se levanta desvelado de la cama a mirar por la ventana de su dormitorio, McEwan va creando una atmósfera de desasosiego trenzada con las pequeñas angustias que ocupan el pensamiento de Henry. Me pregunto cuál será el hecho que venga a disturbar la tranquilidad del sábado, qué suceso desencadenará el drama: el avión en llamas que atraviesa el cielo de Londres de madrugada (un ataque terrorista a Londres, según el propio Gobierno, es inevitable), el accidente de tráfico que desemboca en un intento frustrado de atraco, la enfermedad de su madre, internada en una residencia de ancianos, una urgencia del hospital, la extrañeza por no atender Rosalind el teléfono, la reunión familiar en la que ha de certificarse la reconciliación entre Daisy y su suegro… El tiempo pasa, ninguna de las pistas ofrecidas por McEwan parece llevar a ninguna parte y la calma imperturbable de Henry se me hace progresivamente insoportable.

¿Puede dibujarse un paralelismo entre "Sábado" y el "Ulises" de Joyce? La novela es una relación minuciosa, casi minuto a minuto, de las vivencias de este nuevo héroe del pensamiento débil por las calles de Londres, en un espacio de tiempo limitado (un día completo), aunque desprovisto de la angustia vital que aquejaba a Stephen Dedalus en su vagabundeo errático por las callejas de Dublín. Pero, ¿quién dijo que los desequilibrios emocionales son ingrediente esencial de una novela? ¿Es posible mantener la tensión de un relato sin que su protagonista sea un neurótico, víctima o autor de adulterios, asesinatos, incestos, sodomías o cualquier otra desviación de la conducta de esa especie? McEwan, contradiciendo a sus ilustres predecesores, parece defender que sí. Acaso sea ésta una característica de la nueva narrativa contemporánea, impregnada de la corrección política imperante. Bueno, después de todo, Henry no es tan insensible: analiza críticamente lo que ocurre a su alrededor, los problemas de los demás no le son ajenos, se plantea preguntas (a veces sin fácil respuesta), cumple con su responsabilidad respecto de aquello que está a su alcance. Sus opiniones respecto al inminente conflicto en Irak -siempre como telón de fondo de la acción- son paradigmáticas a este respecto. Quizás sean sus dudas, sus etéreas preocupaciones, las que hacen a este personaje tan cercano, tan familiar y verosímil.

Por fin, cuando ya me he resignado a que nada suceda más allá de un pequeño conflicto familiar irrelevante, se abre la caja de los truenos. La tragedia, en contra de lo que parece sugerirse a lo largo de toda la novela, no proviene de un enemigo invisible, anónimo, sino de un personaje marginal y desquiciado que irrumpe violentamente en el núcleo de lo más querido y coloca a Henry frente a la esencia misma del miedo. En este clímax despliega McEwan lo más deslumbrante de su técnica, una escena conmovedora resuelta brillantemente con ese enfrentamiento entre la pureza casi virginal de Daisy (en ese preciso momento se nos descubre que está embarazada) y la brutalidad enternecedora de Baxter. La situación ha sido tan intensa que, aún después de que todo ha terminado, de que incluso la vida del agresor ha estado en las manos de Henry en la mesa de operaciones, puede uno esperar otra vuelta de tuerca que, finalmente, no se produce. El círculo se cierra y Henry vuelve a asomarse a la ventana, de madrugada, solo frente a sus incertidumbres, sus dudas y sus temores.

Por supuesto, antes de la escena cumbre, ya habíamos disfrutado de algunos episodios de auténtica maestría narrativa, como la vibrante de la partida de squash o las minuciosas descripciones de las operaciones quirúrgicas. Una vez más la antítesis, ahora entre lo frágil y misterioso de la vida en la punta de un bisturí y la frialdad rutinaria de los médicos que abren una vía al cerebro de un hombre con la misma precisión matemática de Bach al componer las Variaciones Goldberg. Personalmente confío en que los augurios de Henry no se cumplan y jamás seamos capaces de descubrir la misteriosa relación entre una masa arrugada de células nerviosas alojada bajo los duros huesos del cráneo y nuestros sentimientos, nuestras pasiones y hasta nuestra propia conciencia.

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