Oviedo, 23 de octubre de 2006.
Queridos Natalia y Fernando:
El jueves por la noche, al llegar a casa después de la tertulia, pasaban por La 2 una nueva entrega de “Carta blanca”. En esta ocasión, su afortunada poseedora era la cineasta Isabel Coixet. Un caso muy extraño el de esta mujer, tan natural, tan sencilla, carente por completo de esa afectación que suelen mostrar los creadores de nuestro país, y en especial tratándose de una persona de talento como ella. Quizá también vosotros lo hayáis visto. Después de la charla con María de Medeiros y Carlos Fuentes, el ambiente iba in crescendo con la actuación de Rodrigo Leão, se enfrió un poco al intervenir la arquitecta Benedetta Tagliabue, pero alcanzó la apoteosis en la conversación extraordinaria que mantuvo con el crítico de arte, ensayista, pintor y novelista John Berger.
El desempeño apasionado de todos estos oficios –y de otros muchos más que su cabello blanco y sus ojos lánguidos nos invitan a imaginar- ha dejado huella en su rostro, surcado de arrugas profundas y agudas como los surcos que abre el arado. Sentado con los codos apoyados en las rodillas abiertas, Berger iba respondiendo concisa pero apasionadamente a las preguntas de la Coixet y comentando las secuencias de películas memorables que las grandes pantallas al fondo del plató iban mostrando. Se tomaba tiempo, dudaba, se esforzaba en buscar la palabra más adecuada, la expresión más certera. Sus breves silencios y su mirada concentrada no dejaban lugar a dudas del prodigio, para los tiempos que corren: aquel hombre pensaba antes de hablar.
El caso es que, no recuerdo a cuento de qué, empezó un pequeño razonamiento acerca de las ciudades y las definió como los lugares en los que se producen intercambios. Supongo que se refería a intercambios de todo tipo: económicos, personales, comerciales… Pero al poco de decirlo, se dio cuenta de que esa definición no era suficiente, puesto que también en el mundo rural, pensé yo, podemos encontrar intercambios de esa clase. Entonces se quedó pensando un segundo y añadió una diferencia específica: intercambios inesperados (unexpected exchanges, literalmente en su idioma fue lo que dijo) Según su teoría, un lugar sería tanto más urbano cuanta mayor fuera la probabilidad de que se presenten en él esos contactos, esos flujos azarosos e insospechados.
A la mañana siguiente, dándole vueltas al asunto, y al recordar lo que había ocurrido en la tertulia de la noche anterior, descubrí cuán cierta es esa idea.
Hubo, como siempre, comentarios agudos sobre la novela de McCullers, en su mayoría elogiosos, sobre todo por parte de Carlos -¿no es acaso su forma de transmitir ese entusiasmo que algunas cosas le inspiran lo que más nos gusta de él?-. También según lo convenido, se leyeron poemas: José Luis y Nacho prestaron su voz a Nené Losada, Fernando Pessoa, Ángel González, José Ángel Valente y a un poeta presentado por Feliú, cuyo nombre no recuerdo, sé que el poema se titulaba algo parecido a Elogio de la envidia. Se hicieron además los esperados comentarios picantes sobre el excitante regalo de cumpleaños de Feliú. Por supuesto, se decidió el libro (José Saramago, Historia del Cerco de Lisboa), y el día y lugar de la próxima reunión (27 de noviembre, Festival de Cine de Gijón).
Pero hubo más. Nacho nos contó que andaba preocupado pues la publicación de su libro estaba en entredicho a causa de los cambios recientes en el equipo directivo de la editorial. Dos jóvenes se subieron al escenario del fondo del local, uno llevaba una guitarra, el otro tocaba una especie de piano de plástico bastante ajado. Debían ser poco expertos o acaso escasamente compenetrados, pues sucedió la mayor pesadilla de todo intérprete, y es que la ejecución de una de sus canciones se interrumpió abrupta y brevemente, más o menos a la mitad (continuaron poco después, sin más explicaciones ni disculpas). José Luis nos confió que el ser que su mujer ya pronto dará a luz será una niña, y que fue su paternidad responsable la que le hizo especialmente impresionable al leer la obra maestra de Ishiguro, Never let me go. Pero el momento cumbre llegó cuando Feliú, con su discreción de siempre, sin que nadie se diera casi cuenta, colocó un paquetito envuelto de papel de aluminio sobre la mesa y, al abrirlo, descubrió media docena de deliciosas casadiellas hechas de casa. Ahí fue la sorpresa, el desorden y la total desorientación. Entre las cervezas, las aceitunas, las patatas fritas, la mesa camilla, aquellos dos tocando al fondo del salón y la luz amarillenta de las farolas de la calle, apenas sabíamos a ciencia cierta donde estábamos. Nos comimos las casadiellas con recogimiento y respeto, casi con la veneración de los católicos al recibir el sacramento de la eucaristía. Y al rato nos fuimos cada uno a su casa, tan contentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario