
"Porque a veces es bonito ver cómo alguien aparece doblando la esquina, o desaparece de la misma manera"
sábado, septiembre 29, 2007
Ciudades y Literatura: Manhattan, 1948

miércoles, septiembre 05, 2007
Burdeos, 2007/01/11
Al aterrizar en Burdeos se tiene la sensación de haber viajado, no de haber sido transportado como un bulto o una oveja. Los asientos son amplios, el cava está frío, la toallita perfumada caliente; el zumo de tomate admite hielo, sal, pimienta e incluso una rodajita de limón, a las ocho de la tarde está disponible aún la prensa de la mañana. Uno podría pasar del avión al taxi y de ahí al hotel con la misma naturalidad con que se levanta del sofá, se sirve un vaso de leche y se acuesta en su cama.
Un jueves cualquiera de enero, las diez de la noche, las calles del centro histórico, en su punto justo de decadencia y abandono, presentan una animación más que aceptable. Tras una cena ligera, probamos suerte en varios bares, hasta encontrarnos en una esquina frente a una antigua brasserie con los ventanales empapelados en colores vivos y un único acceso, un pasillo breve forrado de terciopelo rosa, con un rótulo bien grande en el que puede leerse: FERMEZ LA PORTE, S.V.P. Amplia concurrencia, pero sólo unas pocas chicas sentadas a las mesas dispuestas alrededor del local. Detrás de la barra, los camareros despachan las bebidas eficientes, en sus camisetas de tirantes muy ajustadas, sus cuellos adornados con pajaritas blancas.
Enseguida caímos en la cuenta de que todos los clientes, con independencia de su sexo, lucen distraídamente en el pecho una pegatina blanca con un número escrito a bolígrafo, mientras conversan con tranquilidad o se entregan al juego de miradas, pero sin demasiado convencimiento. Aunque en el bar se respira un ambiente de camaradería cordial, como extraños que somos intentamos pasar desapercibidos, hasta que recibimos nosotros también el misterioso número. Al poco una chica rubia se acerca y me entrega un papel blanco doblado por la mitad, en el que puede leerse, escrito a mano y en letra redondilla:
Au 63
J’aime les cravates, c’est sexy!!
Humm!
lunes, julio 23, 2007
Papeles atrasados, intercambios inesperados.
Queridos Natalia y Fernando:
El jueves por la noche, al llegar a casa después de la tertulia, pasaban por La 2 una nueva entrega de “Carta blanca”. En esta ocasión, su afortunada poseedora era la cineasta Isabel Coixet. Un caso muy extraño el de esta mujer, tan natural, tan sencilla, carente por completo de esa afectación que suelen mostrar los creadores de nuestro país, y en especial tratándose de una persona de talento como ella. Quizá también vosotros lo hayáis visto. Después de la charla con María de Medeiros y Carlos Fuentes, el ambiente iba in crescendo con la actuación de Rodrigo Leão, se enfrió un poco al intervenir la arquitecta Benedetta Tagliabue, pero alcanzó la apoteosis en la conversación extraordinaria que mantuvo con el crítico de arte, ensayista, pintor y novelista John Berger.
El desempeño apasionado de todos estos oficios –y de otros muchos más que su cabello blanco y sus ojos lánguidos nos invitan a imaginar- ha dejado huella en su rostro, surcado de arrugas profundas y agudas como los surcos que abre el arado. Sentado con los codos apoyados en las rodillas abiertas, Berger iba respondiendo concisa pero apasionadamente a las preguntas de la Coixet y comentando las secuencias de películas memorables que las grandes pantallas al fondo del plató iban mostrando. Se tomaba tiempo, dudaba, se esforzaba en buscar la palabra más adecuada, la expresión más certera. Sus breves silencios y su mirada concentrada no dejaban lugar a dudas del prodigio, para los tiempos que corren: aquel hombre pensaba antes de hablar.
El caso es que, no recuerdo a cuento de qué, empezó un pequeño razonamiento acerca de las ciudades y las definió como los lugares en los que se producen intercambios. Supongo que se refería a intercambios de todo tipo: económicos, personales, comerciales… Pero al poco de decirlo, se dio cuenta de que esa definición no era suficiente, puesto que también en el mundo rural, pensé yo, podemos encontrar intercambios de esa clase. Entonces se quedó pensando un segundo y añadió una diferencia específica: intercambios inesperados (unexpected exchanges, literalmente en su idioma fue lo que dijo) Según su teoría, un lugar sería tanto más urbano cuanta mayor fuera la probabilidad de que se presenten en él esos contactos, esos flujos azarosos e insospechados.
A la mañana siguiente, dándole vueltas al asunto, y al recordar lo que había ocurrido en la tertulia de la noche anterior, descubrí cuán cierta es esa idea.
Hubo, como siempre, comentarios agudos sobre la novela de McCullers, en su mayoría elogiosos, sobre todo por parte de Carlos -¿no es acaso su forma de transmitir ese entusiasmo que algunas cosas le inspiran lo que más nos gusta de él?-. También según lo convenido, se leyeron poemas: José Luis y Nacho prestaron su voz a Nené Losada, Fernando Pessoa, Ángel González, José Ángel Valente y a un poeta presentado por Feliú, cuyo nombre no recuerdo, sé que el poema se titulaba algo parecido a Elogio de la envidia. Se hicieron además los esperados comentarios picantes sobre el excitante regalo de cumpleaños de Feliú. Por supuesto, se decidió el libro (José Saramago, Historia del Cerco de Lisboa), y el día y lugar de la próxima reunión (27 de noviembre, Festival de Cine de Gijón).
Pero hubo más. Nacho nos contó que andaba preocupado pues la publicación de su libro estaba en entredicho a causa de los cambios recientes en el equipo directivo de la editorial. Dos jóvenes se subieron al escenario del fondo del local, uno llevaba una guitarra, el otro tocaba una especie de piano de plástico bastante ajado. Debían ser poco expertos o acaso escasamente compenetrados, pues sucedió la mayor pesadilla de todo intérprete, y es que la ejecución de una de sus canciones se interrumpió abrupta y brevemente, más o menos a la mitad (continuaron poco después, sin más explicaciones ni disculpas). José Luis nos confió que el ser que su mujer ya pronto dará a luz será una niña, y que fue su paternidad responsable la que le hizo especialmente impresionable al leer la obra maestra de Ishiguro, Never let me go. Pero el momento cumbre llegó cuando Feliú, con su discreción de siempre, sin que nadie se diera casi cuenta, colocó un paquetito envuelto de papel de aluminio sobre la mesa y, al abrirlo, descubrió media docena de deliciosas casadiellas hechas de casa. Ahí fue la sorpresa, el desorden y la total desorientación. Entre las cervezas, las aceitunas, las patatas fritas, la mesa camilla, aquellos dos tocando al fondo del salón y la luz amarillenta de las farolas de la calle, apenas sabíamos a ciencia cierta donde estábamos. Nos comimos las casadiellas con recogimiento y respeto, casi con la veneración de los católicos al recibir el sacramento de la eucaristía. Y al rato nos fuimos cada uno a su casa, tan contentos.
lunes, febrero 26, 2007
Sobre "Tokyo Blues"
La primera dificultad ha de ser aceptada con resignación. No descarto la posibilidad de llegar a leer con fluidez el japonés, pero por el momento he de posponer esa tarea hasta cumplir otras más urgentes. Respecto de la segunda, poco a poco se desvanece a medida que el autor nos va introduciendo con gran maestría en ese tránsito, siempre tormentoso, del protagonista desde la adolescencia a la madurez. Las dudas, los temores, y lo que me parece aún más singular e interesante en este caso, las perplejidades típicas de esta etapa, están aquí descritas con gran agudeza y sensibilidad. Literatura que cumple, además, una de las funciones que más me interesa, la de ayudarnos a comprendernos mejor a nosotros mismos, nuestras reacciones, nuestros modos de actuar, nuestros errores. Watanabe va asistiendo a sus múltiples meteduras de pata con la irresolución de un espectador que no acaba de entender muy bien cuál debería ser el comportamiento que cabría esperar de alguien en su situación. Nada más propio de la adolescencia y así debe uno reconocerla. El problema surge cuando se prolonga más allá de los cuarenta.
Resulta muy sugerente el contraste entre el caos urbano, y ese otro mundo rural, bucólico que representa la misteriosa residencia de reposo, aunque a los adictos nos hubiera gustado una descripción más esmerada de la ciudad fascinante, más allá de los bares, las estaciones de metro, los "love hotels" y las borracheras de los sábados. Puestos a ello, acaso pueda reprochársele también una excesiva serenidad casi estoica, la frialdad en el relato muy aséptico de las peripecias de los distintos personajes. En este sentido, puede ser muy ilustrativo trazar un paralelismo con otra fantástica “bildungsroman” recordada también en nuestra tertulia, la extraordinaria “Los papeles de Rachel”, en la que Martin Amis compone un relato alocado, frenético y caótico que quizá se compadezca mejor con los desequilibrios y los desconciertos propios de esa edad.
Primero fue la épica de ecos shakespearianos de “Black Rain”, más tarde la extraña ternura ajena de “Lost in translation”, después la ingenuidad pop y un poco naif de “La glamurosa vida de Sachiko Hanai”. Recientemente, Kazuo Ishiguro y sus excursiones a lo más profundo de la condición humana, y sobre Rinko Kikuchi, tras su interpretación en “Babel”, sobran comentarios. Japón está de moda, y me alegro de ello. Personalmente siempre he preferido el tacto suave y sedoso a la tersura un poco áspera y con resonancias pederastas de la tendencia brasileña.
sábado, febrero 03, 2007
A propósito de "No llegaré vivo al viernes"
El joven escritor asturiano Nacho Guirado (Oviedo, 1973) parece haber encontrado en la novela negra el territorio más propicio para su intensa producción literaria, y en él se desempeña con soltura y solvencia. Tras “No siempre ganan los buenos” (2005), un inquietante relato que nos da noticia de la sordidez y la perversión que puede esconderse detrás de las apariencias, y “Muérete en mis ojos” (2006), una investigación sobre los límites extremos de la psicopatía asesina, Guirado nos presenta su última (y aún inédita) novela, “No llegaré vivo al viernes”, una intriga criminal trepidante de asesinatos, traiciones, asaltos y otras fechorías que ilustra hasta qué punto pueden llegar a ser peligrosas las relaciones entre los de “arriba” y los de “abajo”.
Guirado escoge como escenario para la acción su entorno más cercano, la ciudad de Oviedo, y ese paisaje periurbano desordenado e inconexo, a medio camino entre la ciudad y el campo, que tan bien armoniza con lo fragmentado y poliédrico de sus argumentos. Su mirada aguda y atenta y su técnica descriptiva, a pesar de algunas concesiones al “lirismo” metafórico fácilmente subsanables, le permiten mostrar al lector aspectos desconocidos de los escenarios de la vida cotidiana (sus descripciones del espacio social por excelencia en Asturias, el bar, son paradigmáticas en este sentido). Únase a esto la frescura y la agilidad en los diálogos, y se tendrán las claves de la verosimilitud y la credibilidad que Guirado es capaz de imprimir a sus relatos.
En “No llegaré vivo al viernes”, el tráfico de drogas y sus delitos asociados actúan como catalizadores de las relaciones entre dos grupos sociales, dos mundos estancos y aislados entre sí, hasta que en un momento determinado salta la chispa y se produce el cortocircuito. Por un lado, Camilo y su círculo acomodado, ordenado, satisfecho y estable; del otro, el dominio de la marginalidad y el delito, encarnado por su amigo Tito. El lector intuye que la rutina mensual de la partida de futbolín con que se abre la novela, el único lazo que mantiene unidos a los dos antiguos compañeros de colegio, va a ser trágicamente interrumpida, pero –y aquí la paradoja que hace la trama tan sugestiva- ésta se cierra igual que empezó y como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, los personajes han atravesado una peripecia infernal, muchos se han dejado la vida en ella, y los que sobreviven pueden seguir manteniendo, irónicamente, las apariencias.
Precisamente es en las escenas de contacto entre esos dos mundos opuestos donde la narración resulta más sugerente y seductora: la vibrante partida de futbolín, el esperpéntico tráfico de las armas en el bar del Mulatito, y la secuencia catártica del asalto al chalé, que hubiera resultado redonda si hubieran participado en ella todos los principales protagonistas. El lector se queda con las ganas de saber qué hubiera dado de sí una relación más directa e intensa entre Tito y Camilo, más allá de los “mundialitos” y de esa vaga promesa de eterna amistad, decepcionantemente concretada en la garantía del sustento de Lara. La construcción de los personajes es, por lo demás, consistente, con la única excepción de Chisco, cuyo retrato se resiente de la irrupción en la narración de su hija, una sorpresa innecesaria y un poco trivial que no acaba de encontrar acomodo en la estructura del relato. En lenguaje cinematográfico -¿qué novela actual no es deudora de esa arrolladora forma de mirar?-, podríamos hablar también de “secundarios de lujo”, como Mulatito, un gángster entrañable, o Lorena, una "old flame" llena de posibilidades y que, por haber sobrevivido a la carnicería, poseen empaque suficiente para ser objetivo de las nuevas (y esperadas con interés) aventuras narrativas del autor.